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16 ene 2013

Segundo sueño - Bernardo Ortiz de Montellanos (México, 1899 - 1949)



A Raoul Fournier

-ARGUMENTO-
Una máscara de cloroformo, verde y olorosa a éter, cae sobre mi cuerpo angustiado, horizontal, sobre la mesa de operaciones erizada de signos como un barco empavesado. Sobre mi cabeza Saturno, con su anillo de espejos, lentamente voltea y se mueve. Batas blancas y enormes manos enguantadas de sangre me persiguen. Pasos de goma van y vienen en silencio como ratones.

Grito. Veo mis gritos que no se oyen, que no los oigo, que se alejan y se pierden. Última imagen mi boca. Minero de mí mismo estoy dentro de mi propio cuerpo. Angustia y soledad. Ejercicios de profundo sueño. El cuerpo vive. ¿Alma? ¿Cuerpo? Fuera de la conciencia, del subconsciente y la memoria, el profundo silencio y el “no sé”.

Y un retorno alegre, vital, a los sentidos que se beben la hirviente luz de la mañana y el aire fresco, impregnado de codicia, con toda la sed de la ventana.

Lo último que se pierde es el oído. Una voz nos lleva y una voz —la misma— nos trae desde muy lejos, desde otro túnel maternal, en ascenso del fantasma a la carne y del silencio al rumor.

(Apuntes después de la anestesia.)
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Au fond de l'inconnu pour trouver du nouveau
Charles Baudelaire
Del sonido a la piedra y de la voz al sueño
en la postura eterna del dormido
sobre mármol de cirios y cuchillos
ofensa a la raíz
del árbol de la sangre —concentrado—
mi cuerpo vivo, mío,
mi concha de armadillo
triángulo de color sentido y movimiento
contorno de mi mundo que me adhiere y me forma
    y me conduce
del sonido a la voz y de la voz al sueño.

Batas blancas y manos como encías
Pasos leves de goma de ratones
Luz hendida, amarilla, luz que hiere
bisturí del más hondo hueco de sombra oculta
Luz de paredes blancas, anémica, de mármol
Nidos del algodón para lo verde y negro
de la vida y la muerte.

Mármoles y aluminios
que no empaña el reflejo ni el aliento ni el alba
de unos ojos de niño
Luz de allá de la llama amarillenta
para el aire del éter más fino de los cielos
Nidos del algodón
para las alas de los peces del alcanfor y el yodo
líquidos mensajeros de la muerte.

¡Oh, Saturno,
escafandra de siglos en mi siglo,
descenderás conmigo entre los brazos
a un mundo de sigilos.
Y detrás de la muerte —centinelas—
ojos de dos en dos vivos, cautivos.

Soy el último testigo de mi cuerpo

Veo los rostros, la sábana, los cuchillos, las voces
y el calor de mi sangre que enrojece los bordes
y el olor de mi aliento tan alegre y tan mío!

Soy el último testigo de mi cuerpo

Siento que siento
lo frío del mármol
y lo verde
y lo negro
de mi pensamiento

Soy el último testigo de mi cuerpo

       Postigo de sangre y llamas
       Que bajo la piel respira
       Equilibrio de las palmas
       Que los vientos equilibra

       Onda de otra mar salina
       Con la tierra horizontada
       Para paloma perdida
       Y entre latidos hallada

       Vida que por mí vigila
       Oculta detrás del alma
       La que mi cuerpo equilibra
       Postigo de sangre y llamas
       Mi nombre mi edad mi cuerpo
       Ese que fui le he olvidado
       Soy el alma que me hice
       Y el cuerpo que me han quitado
       (minero de mis ojos y mi oído
       minero de mi cuerpo oscurecido
       buzo perdido entre sus propias redes
       horadando prisiones y montañas
       por el silencio a flor de mis entrañas
       en donde se evapora lo sentido
       entre lunas, calor, sangre y paredes
       desciendo verdinegro y aturdido)

Ni vivo ni muerto—sólo solo
El alma que me hice no la encuentro
Sin sentidos, despierto
Con mi sangre, dormido
Vivo y muerto
Perdido para mí
pero para los otros
hallado, junto, cerca, convivido,
con pulso, sangre, corazón, ardiendo…

Esqueleto de nieve y de silencio
de sombra recogida en su vislumbre
desnudo en el dintel de los desiertos,
forma distinta de belleza rara
que la voz de mi estatua
no pudo asir desde su estrecha plaza,
esparce su corona de equilibrios
en mi silencio enjuto y envidiable
más allá de la boca de los pinos
que al tiempo alternan su minuto de aire.

Para un Dios sin latidos —Dios de sueño—
abrevia, mi silencio en su silencio
donde crece la luna
donde agoniza el pájaro
donde el espacio ignora su pie leve.

Para que el árbol goce de su verde
La raíz hace oculta y amarilla
Y de savia la sangre se acuchilla
Y de aroma la fruta su piel muerde

    Para que el árbol goce de su verde.

Para que el hombre nutra su ceniza
Guarda calor en la inválida mano
Sollozo mutilado en la sonrisa
Y la caricia verde del gusano

    Para que el hombre nutra su ceniza.

Para que el alma su cordaje mida
Desistida del cuerpo y de la fecha
Impersonal como la muerte acecha
La memoria dispersa de su vida

    Para que el alma su cordaje mida

Para que el sueño con sus pies descubra
La morada precisa de la muerte
Tiene el ojo conciencia de lo inerte
Y la voz; el silencio y la penumbra

Para que el sueño con sus pies descubra
La morada precisa de la muerte.

El que goza su cuerpo y su sonrisa
El que pesa la rosa
El que se baña en púrpuras de sangre
Espesa como mármol sin caricia
El que vive a la sombra deshojada
Del aire poco que respira y mancha
El verde por la orina verdenado
El plateado en ceniza
Que horada
Olvida
Hiere
Mientras goza el rescoldo de la muerte
El que de la mujer nada recibe

       Y al hombre no da nada
       El que asoma a los ojos sin cruzarlos
       El partido por dos y en dos mitades
       Iguales repartido
       El sin olor
       El Hombre
       Sólo por la palabra redimido.

       alúcida    veloz    clara    ceñuda
       desnuda    sofocada   misteriosa
       menuda     pura     impura   deseada
       libre     precisa    frágil    despojada
       sola    solemne    solitaria    y   alma

       alúcida    veloz    cálida    oscura
       orgullosa    dolida    apasionada
       ávida    tímida    arrojada    sobria
       sensible    fina    libre    leve    dueña
       multiforme    constante    sangre    sangra

Debe ser débil rama la que a tu voz responde,
impreciso el dominio del fantasma
y la muerte,
llano el césped de lirios y delirios
por donde corra libre lamento el de la mente
Debe ser fango el frío de las horas después
cuando se apague el fuego de la sangre
y el postigo y la llama,
horrendo el cataclismo de la separación de lo que unido
fue vida y fue veneno,
para que desde el mármol olvido de mi cuerpo
tu voz de viento y sombra
de medida medida
de calores delgados
me atraiga y me deslice y me conduzca
otra vez al torrente de la vida

Debe ser débil rama mi voluntad,
humo la sensitiva de mi mano
y mi presencia aislada y amarilla
cuando tu voz Ariadna, voz de viento y de sombra
caracol de palabras,
es mi último recuerdo y mi primer llamada
apenas balbuceo
en forma de palabra
que de nuevo me arranca a las entrañas
y me nace del sueño.

Luz que del sueño torna—forma clara,
luz, presencia, color y movimiento,
sin peso y sin pesar, desenlutada
que a las cosas devuelve su aislamiento

Luz que del sueño vuelve—forma viva,
insistente mirar de la mirada
absorta, nueva, día,
y por primera vez iluminada

Aire corredor
Forma desnuda
en su volumen fresco
y en su modo de ser casi de fruta

Aire que muerdo a gritos y cuchillos
por la primera vez
como un ahogado
que a la orilla del aire
sabe que respirar es verbo, gracia y pájaro.

Diluido en alegría
encuentro justo el mundo que se toca
se mira y me compara,
el multiforme y único
el mundo de mis piernas y mis brazos
discípulos del ojo
maestro de distancias,
el mundo colmenero de voluntad y llamas,
calles, ciudades, hombres, amenazas,
imágenes, prisiones, ríos, ventanas,
triángulo de colores que me devuelve el alma.

Voz que del sueño vuelve,
adonde la caricia no penetra
desciende, alegra, el aire, el sol, la sangre…
                                                         y me despierta.

 -Bernardo Ortiz de Montellanos

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