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31 mar 2016

2 poemas - Adán Núñez Luna (México, 1989)

ROCE ERÓGENO

¡Un roce, solo un roce!
Invisible y silencioso como el reptar de una serpiente.
Un roce en el punto telúrico del cuerpo
para alumbrar un misterio más grande que la vida.
Un roce que destroce lo que la vida desconoce.
Un roce que despierte al demonio dormido de la dicha,
roce que sea electricidad de nieve y lava
que funda y confunda a la tierra con el cielo
que hermane para siempre al cielo y al infierno.
Un roce que sea embestida furibunda
de la dicha convertida en monstruo
que inaugure el acceso a los enigmas del tacto
que colonice cada parcela silvestre de una piel extraña
que explore y se sofoque en la virginidad de una oscura selva,
en sus aguas arreicas que el viento no ha perturbado,
en el bestiario ignoto que respira callado dentro de ella.
Un roce que evolucione en un segundo
hasta la sabia condición de la caricia
y que sacie en sus fauces dactilares
el atormentado calvario en que la sangre hierve.
Un roce en el punto cataclísmico que haga estremecer al universo;
un roce que le recuerde a Dios que podemos ser dioses de su mundo.
¡Oh Vida, dale a mi piel el roce en el punto adecuado
y moveré o destruiré al mundo en un abrir y cerrar de ojos!
¡Conduce mi tacto a la geografía idónea
y crearé en un instante lo que en su eternidad Dios ni siquiera ha imaginado!
¡Un roce en el punto donde el amor se esconde
para encontrar el punto por el que la vida vale!


LETANÍA DE EVA


De la costilla que Yavé había sacado al hombre,
formó una mujer y la llevó ante el hombre.
(Gen 2, 22).
Adán, bebe mi boca
que Dios la nutrió en mí para que te nutrieras;
en sus estrías escurre el agua
que el desierto de tus labios olvidados
busca desde el día primero de su nacimiento.
Tus labios, sanguijuelas sedientas de mi sangre,
pueden ya embriagarse en el odre de mi boca
pues mi boca ya vino a rendirse a tu ansia atormentada.
En tus temblorosas manos miro la brisa de los nervios
¿Será porque el magnetismo de mi cuerpo
mueve en ti al universo entero?
¿Qué sentirás de ver desnuda por fin a tu destino?
Tu lengua es una sierpe que habla y que me tienta
su voz es roja como una condena interminable
persuasiva y condenatoria como una corola prohibida.
Tu boca es el destino que morder ansío.
¡Ay, Adán! Toma mis pechos porque ellos saciarán tu hambre
esa pesada rémora que en ti hincó sus garras,
terremoto que diariamente conmueve hasta tu aliento
provocando en ti el exorcismo de un suspiro mortecino.
Desgarra mis muslos que nadie ha desgarrado,
rosal que cambió sus espinas por unas mandíbulas de seda,
escarba en ellos hasta encontrar tu madriguera
y después duerme en su lecho de calor eterno.
Abre mis piernas con tu pedernal sin filo,
enciende la estrella que, apagada, espera en mi seno
y sepúltala con toda la sombra de tu quejido abierto
hasta que no nos veamos sino constelados en el cielo;
desquita en mi espalda tu furioso e inhibido sentimiento
de estarme amando tanto y en tan poco tiempo;
riega tu aliento en las brasas de mi alma
y aviva la lumbrarada de este fuego invisible
con que Dios barnizó nuestros virginales cuerpos.
Y reposa tu cabeza, llena de dudas y penas,
en mi pecho, lleno de rosas y rocío,
entonces escucharás el resoplido de mis pulmones
y sentiré el escalofrío intacto de tu nuca
y podremos por fin consolarnos mutuamente
por haber sido castigados con la gracia maldita del Creador.
¡Vamos, Adán!:
yo nací para que en mí mueras.
Porque yo fui tu primera muerte —¿Lo recuerdas... tu costilla?—
y seré también la última muerte de tus muertes sucesivas.
Adán, yo soy Eva: tu des(a)tino; tu eres Adán, mi des(a)tino.
¿Sabrás que Dios nos hizo con tanto amor
que para amar hemos nacido y por amar nos moriremos?
Pues para sobrevivir necesitaremos morirnos en el otro
y resurgir del pecado con nuevas pieles de inocencia.
Porque Dios nos creó para sucumbir al más terrible de los destinos:
amarnos sin saber que nos matamos;
matarnos sin saber que nos salvamos;
salvarnos por la fuerza del amarnos.

Adán Núñez Luna